martes, 1 de noviembre de 2011

Una luz para toda mi vida

-¿Por qué no entras al seminario?
-Porque pienso que puedo servir al Señor como fiel laico.
-¿Oye, pero te gustaría ser sacerdote?
-Pues…
De esta forma comienza aquella experiencia que da fundamento a mi vocación. En los diecisiete años que entonces tenía, nunca había pensado en entrar al seminario o en querer ser sacerdote; yo era un muchacho de preparatoria, que pensaba en terminar sus estudios y entrar a la Universidad, pero sin embargo los planes del Señor eran otros.
Hacia el último semestre de mis estudios de aquel entonces, comienzo a tomar como una opción de vida el llegar a ser un hombre consagrado, es así que decido iniciar mi proceso de acompañamiento vocacional un trece de mayo, día de Nuestra Señora de Fátima. Puedo decir que tan sólo tenía esa inquietud, pero no veía claro que camino tomar.
Las interrogantes sobre ni vocación iban siendo respondidas, en base a un profundo discernimiento, acompañado de entrevistas con sacerdotes, de la participación asidua de los sacramentos y de oración constante.
Fue precisamente en un momento de oración en el que yo experimenté lo que  en la nomenclatura eclesial se llama “experiencia fundante” de la vocación. Era de noche, había compartido el momento de la cena junto a mi familia y ya todos se habían ido a dormir. Me dirigí hacia un sillón localizado justo delante de un altarcito, que en casa siempre había estado alumbrado por una tenue luz rojiza, que se desprendía de una lamparilla. Yo me senté en el sillón, no tenía conciencia de la hora que era, lo único en lo que pensaba era en lo que yo estaba viviendo; mi mente se llenaba de preguntas, interrogantes sobre mi vida, mi pasado, el presente que me exigía una respuesta y un futuro incierto.
No podía dejar de meditar cada paso que tuve que vivir para llegar a aquel lugar y en aquella situación en la que me encontraba, sólo venían a mi memoria pensamientos sobre el caminar de mi vida, desde los momentos de mi niñez, en que me sentía cobijado por Él, mi Señor, atravesando en forma reflexiva mis pensamientos de secundaria, y todos aquellos encuentros con Jesús desde mi ingreso a la preparatoria; todo era tan claro pero tan disperso, parecía  que tenía toda mi existencia delante de mi, cual si todos los años ya vividos se hubieran reunido  en ese momento, listos para un acontecimiento que marcara un antes y un después. 
Yo ya había pensado en el valor sublime del matrimonio, había oído hablar de lo que era el carisma de los religiosos, había conocido a algunos de ellos, y había tenido un acompañamiento vocacional cercano con padres, quienes me dijeron qué era el sacerdocio diocesano. Fue entonces que comencé a orar al Señor, primero preguntándole hacia donde me llamaba, si era como religioso, o hacia el sacerdocio diocesano; en ese momento eran tantas mis dudas, pero eran aún más mis esperanzas.
Cerré mis ojos y pensé, miré hacia arriba y pregunté, una y otra vez, hablándole a mi Señor con la confianza de un amigo… todo era una oración, un dialogo entre dos, Él y yo. Fui cerrando un poco mis ojos para poder ver más clara la luz que iluminaba el altar y la pequeña sala. Mi mirada quedó fijada en la forma de la luz y fue este el momento en el que no sólo la luz rojiza tomó forma, sino toda mi vida, todo era más claro, nada había sido casualidad, todo mi existir había sido acompañado por Él. Desde lo más interior de mi corazón estaba viviendo un llamado de Él, que me conocía como nadie, todo se detuvo delante de mi y mi vida estaba allí quieta, el camino ya recorrido era claro, el presente lo era aún más y el futuro nos pertenecía a ambos.
Mi respuesta tomó forma y comencé el camino hacia el seminario. No todo era claro, pero de lo que sí estaba seguro es que el Señor me dirigía un llamado hacia algo trascendente que mi corazón experimentaba.
Ya han pasado algunos años y las preguntas en mi vocación no han faltado, y de la misma manera, tampoco ha faltado la bendición de Dios, Él que se revela como el Amigo que siempre está presente, y que no nos deja solos en aquellas decisiones tan importantes que todos debemos de tomar en la vida. El futuro nos pertenece a ambos, es de Jesús porque cada día es Él quien invita a que seamos sus amigos en aquel plan maravilloso que es la santidad, y es mío porque dentro de mi voluntad soy yo quien elige de que manera hago concreta mi respuesta  a su llamado, sabiendo que: “Él estará conmigo todos los días, hasta el fin del mundo”.

Emmanuel Avila R. corresponsal en Roma

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